Prólogo
Por motivos que no vienen a cuento, a G. sólo puedo
verla una vez al año, durante el verano, cuando llega de visita todo un mes. El
mundo se convierte entonces en un mejor lugar para vivir, en un planeta más
manejable: ya no hay un océano kilométrico que me separe de ella, ni tampoco un
puñado de horas de diferencia. Incluso puedo abrazarla siempre que me apetezca.
Sé que muchos darían lo que fuera por tener lo
mismo que yo: la garantía de que al menos una doceava parte del año será feliz.
Sin embargo, para dos personas que se quieren tanto como nosotros, treinta y un
días juntos resulta siempre una cifra muy escasa.
¡Qué le vamos a hacer! Las circunstancias son las
que son, y tenemos que adaptarnos a ellas si pretendemos que también sean
alegres los restantes once meses del año. A mi hermana pequeña y a mí nos toca
aprender a cuidarnos a pesar de la distancia, a estar presentes cuando en
realidad no lo estamos, y a aprovechar al máximo tanto el tiempo que pasamos
juntos, como aquel en que vivimos separados.
Las vacaciones son doblemente intensas cuando ella
está conmigo, ya que podemos pasear, conversar y reírnos sin hacer el esfuerzo
anímico de imaginarnos cerca. Preparamos juntos la comida e intercambiamos
nuestros reproductores de música; vemos mis películas favoritas y ella aguanta
pacientemente a que llegue el turno de ver las suyas. También salimos a dar una
vuelta al parque más cercano o a tomar unos helados; bañamos al gato, nos
curamos mutuamente las heridas, y antes de que nos demos cuenta, el tiempo se
ha agotado…
Hablando de películas: Hace unos años la obligué a
ver conmigo las mejores obras de animación de Disney…, y digo que la obligué porque aquello acabó siendo
tortuoso para ambos. Yo sospechaba que ella dejaría de ser una niña con
inminencia –que pronto renegaría de cualquier historia que supusiera afectada y
ñoña–, y temí que no viese a tiempo algunos clásicos. Sobre todo sentí pena por
Pinocho (1940): un film que marcó mi infancia y que comparte un curioso
poder evocador con las tartas de nuestra abuela. Mi error estuvo en esperar que
G. le encontrara el mismo encanto al film, pues ella se hallaba en una edad
limítrofe con la adolescencia cuando lo vimos juntos. Además, siempre fue una
niña más madura y sensata que su hermano mayor.
A los dos nos ocurrió que un día, de súbito,
dejamos de creer en cuentos de hadas. En su caso sucedió pronto, y en el
mío, cuando ya era demasiado tarde y a pesar de mis protestas. ¿Acaso alguien
que ha visto cientos de veces Pinocho no batallaría con vehemencia
contra la madurez para preservar su mitología particular? Esa misma fe que me
enseñó a creer en unicornios, dragones y Príncipes Azules, aunque luego
descubriera (a la fuerza) que sólo eran metáforas de un Mundo más hermoso y
perverso que éste.
Las historias sobre hadas madrinas no siempre
fueron tan almibaradas como las que yo consumí en cantidades ingentes de pequeño.
Los cuentos tradicionales pintaban, aparte de paisajes bellos, retratos
terribles y oscuros; nos hablaban de bosques plagados de seres crueles, prestos
a alimentarse de nosotros al menor descuido. Eran las historias cautelares de
antaño: enseñanzas en forma de relato que nos prevenían del peligro; mitos que,
al ser verbalizados, exorcizaban los terrores de un narrador que se sabía
incapaz de proteger al oyente en todo momento. En resumen: fábulas que
inoculaban en el público sus lecciones, con la esperanza de que éste generara
sus propias defensas. Las madres y los padres suspiraban aliviados después de
recitar tales cuentos; los tutores más responsables lograban conciliar el sueño
al caer la noche, y el planeta seguía su curso.
A finales del siglo XIX, los cuentos cautelares
comenzaron a sufrir una importante transformación, que prácticamente había
suprimido cualquier rastro de horror en ellos tras la segunda guerra mundial,
apenas cincuenta años después. El mundo real era entonces un lugar lo
suficientemente peligroso y desagradable como para que en los reinos
fantásticos –el último bastión de la inocencia– también hubiera belicismo,
hambre y miseria, así que se trató de un ajuste necesario. El cuento
decimonónico debía convertirse en una fiera domesticada y mansa para que
alguien quisiera adoptarla.
La animación de Disney ejemplifica este nuevo estilo, en el que se depuraron de
maldad los cuentos de hadas y se sustituyó la ferocidad de los originales por
esos números musicales ante los que mi hermana arruga sistemáticamente la
nariz. La esencia de las historias de antaño ha cambiado tanto desde entonces
(y se ha hecho tan inocua) que tenemos suerte de que aún se conserven vestigios
de la tradición oral para salvar sus carencias. Uno de los pocos cuentos
cautelares que recuerdo haber escuchado directamente de mis padres y abuelos
fue Lo que le pasó al niño que metió los dedos en el ventilador cuando
estaba encendido; de todo lo demás ya se encargarían de informarme los
filmes en VHS, los profesores y los libros que estos nos obligarían a leer en
la escuela. Esa era la teoría, al menos.
Cierto es que agradezco a muchos cuentos y
películas el brindarme refugio en los reinos de Fantasía y de Oz; el regalarme
un Olimpo pacífico en el cual cebar a mis dioses infantiles…, pero a muy pocos
debo el respeto que guardo a esos otros libros y filmes que, como amigos
excepcionales, me ayudaron a abrir los ojos. Así pues, La tumba de las
luciérnagas (1988), de Studio
Ghibli, y Bailar en la Oscuridad (2000), de Lars von Trier, son para mí dos
historias tan necesarias como Las aventuras de Pinocho narradas por Carlo Collodi y su correspondiente “versión
Disney”…, aunque debo reconocer que la convivencia entre ellas sería complicada
si compartieran la misma casa y amueblaran la misma cabeza.
Todavía recuerdo a G. resoplando y entornando los
ojos cuando el Hada Azul entró por la ventana del estudio de Geppetto
convertida en una estrella; apareció de esa guisa ante Pinocho para hablarle
con la voz melosa e inquietante de la actriz argentina Norma Castillo (en el
doblaje al español de la película) e infundirle vida a la marioneta. Fue
entonces cuando, no sé si por rapto feérico o simple gamberrismo, le dije a mi
hermana pequeña: “¿Sabías que el Hada Azul nació siendo un chico?”.
Pronunciar aquellas palabras implicaba apostatar inmediata e irrevocablemente a
mi credo personal, y era poco menos que una herejía en el universo antiséptico
de los cuentos de hadas más alelados…, pero también era una blasfemia que me
permitiría acercarme más a la brujita que estaba sentada a mi lado en el sofá.
Ella me miró con los ojos como platos. “¿Hablas en serio?”; “Sí”, le contesté:
“Gracias a sus amigos consiguió hacer realidad su sueño de convertirse en hada.
Por eso va ahora de casa en casa cumpliendo los deseos los demás, ¿es que no lo
sabías?”.
Mi hermana no volvió a apartar la mirada del
televisor, y cada una de las posteriores apariciones o menciones del Hada Azul
las recibió con una sonrisa nerviosa, como si estuviera avergonzada de la
renovada curiosidad que sentía hacia aquel personaje al que en un principio menospreciara.
Y llevaba
razón en no encontrarle gracia ni sentido. ¿Qué representa a día de hoy el
“personaje donante” (tal y como lo clasifica Vladímir Propp en su Morfología del Cuento, a partir de los
clásicos rusos recogidos por Alexander
Afanásiev)? ¿Cuál es su historia, y por qué se desvive en ayudar al
héroe? ¿Acaso no nos resultaría sospechosa su amabilidad en la actualidad, en
la que otro de los poquísimos cuentos cautelares que perviven intactos es el de
El extraño que se te acerca para ofrecerte golosinas y con el que no debes
irte jamás?
Mi hermana pequeña pronto tuvo que marcharse, y
aparcamos nuestro ciclo de cine de animación durante los siguientes once
meses..., pero yo no pude dejar de pensar en el Hada Azul. Su biografía comenzó
a crecer en mi cabeza, desvelándome tanto o más que los terrores nocturnos de
alguien que no puede cuidar a quien más quiere, y que tampoco había
experimentado el consuelo de conjurar sus miedos a través de la literatura.
“¿Es posible destilar de esta historia alguna nueva vacuna, algún tónico
reconstituyente? ¿Se le puede contar a un niño la vida de este chico-Hada y lograr que
le interese?”. Me hice esas mismas preguntas demasiadas veces antes decidir que
la única forma de descubrirlo era, precisamente, intentándolo.
Así fue como pacté conmigo mismo lo siguiente: que
cuando volviera a verla, le regalaría a G. un capítulo de El Blues del Hada Azul por
cada día que pasáramos juntos, acompañándolo además de una canción relacionada
con el texto… ¡Porque todo el mundo sabe que a las Hadas les encanta la música,
pues las que no son Cantantes o Artistas, son al menos melómanas! Vale, de
acuerdo: acepto que yo tampoco conocía este dato hasta que comencé a escribir
para hallar dichas vacunas, tónicos y respuestas, y para saber más sobre la
vida y obra de los seres feéricos actuales.
Pronto caí en cuenta de que tendría en mis manos
treinta y una posibilidades para hablarle a mi hermana pequeña de aquello que
me da miedo y de todo cuanto me gusta. De darme a conocer para que me quisiera
por ser quien soy, y para que yo pudiera quererla aún más y mejor a ella. Para
aliviar mi insomnio; para formular más preguntas que respuestas y no dar pie a
moralejas. Para divertirla y hacerla reír de vez en cuando. También para que
llorara, si fuera necesario, o para que yo acabase sollozando después de
escribir el último capítulo –suspirando aliviado, entre mocos y lágrimas–,
porque todo cuanto tuviera que decirle quedaría escrito de mi puño y letra.
Durante los meses previos al siguiente verano que
pasamos juntos, me asaltaron serias dudas sobre cómo afrontar la tarea: “¿Podré
conseguir que sienta empatía por el Hada Azul, un personaje tan distinto a
ella? Porque necesito que Azul sea la protagonista, ¿verdad? Sí, sin duda
encarna el prototipo del héroe (o de heroína, en su caso): tiene un deseo
claramente definido y una larga lucha por delante si pretende aliviarlo. Pero
quizás necesite otro personaje principal: una niña más joven y moderna, que
vaya al colegio como mi hermana pequeña. Un caballo de Troya dentro de la trama
principal; alguien con quien pueda identificarse sin reticencias… Aunque
también debe ser un personaje de los cuentos de hadas, ¡todos tienen que serlo,
si pretendo escribir algo que guarde cierta coherencia!”.
“¿Cuál de ellos es la niña que busco, y en qué
cuento se esconde? No puedo sacármela de la manga o de la chistera, ni
orfanarla de la tradición literaria… Un momento, ¡lo tengo! Esa duda será uno
de los misterios de la trama: lo que la propia chica –junto a mi hermana en el
papel de lectora– tendrá que averiguar”.
“Otro
punto importante que debo tener en cuenta: los personajes clásicos de los cuentos de hadas tendrán que adaptarse
a los tiempos que corren. No quiero (ni puedo, ni debo…) escribir sobre una Cenicienta
incapaz de denunciar a su madrastra por malos tratos, ni sobre una bella
durmiente que espere en cama a ser rescatada. En esta historia, hacer
realidad un sueño requerirá un esfuerzo proporcional a la magnitud del deseo…,
porque así funciona el mundo, ¿no? En cualquier caso, muchos niños no tienen
fresco el horror de la guerra ni la castidad de antaño. No siempre les acoge una
familia ‘tradicional’ y es posible que no formen una cuando les llegue el
momento. La sociedad está cambiando, y con ella han de cambiar sus cuentos de
hadas, ¿pero cómo lo hago?”.
Cuando
comencé a escribir la historia, algunas de estas incógnitas aún no estaban
despejadas. La trama dio giros imprevistos y ciertos personajes me
sorprendieron con actitudes que no esperaba de ellos. Los metí en camisa de
once varas; ellos se rebelaron y me vistieron con la misma prenda…, pero al
final pude cumplir mi promesa, y el primer día del siguiente verano le entregué
a G. el Capítulo I de El Blues del Hada Azul. El Capítulo XXXI lo leyó en el avión que la
llevaría de vuelta a su casa, mientras yo recuperaba el sueño perdido durante
ese mes.
Dejé
pasar un día antes de llamarla por teléfono. Sabía que llegaría cansada del
viaje, aunque me moría de curiosidad por saber qué le había parecido la
conclusión de aquello que, hacía ya muchas páginas, dejó de ser un cuento para
convertirse en su primera novela. Tampoco pude hablar con ella al día
siguiente: olvidé calcular la diferencia horaria y resultó que seguía en su
primer día del nuevo curso escolar. Pero nuestra madre me contó que había
terminado de leer el libro durante el vuelo, y que luchó consigo misma para no
llorar en medio del pasaje, rodeada de desconocidos. Así de estoica y fuerte es
mi querida hermana pequeña.
Little Sister, de Rufus Wainwright
Pasaron varios meses hasta que pude viajar a verla (sí, aquel año fue un poco más feliz que los anteriores: una semana más, para ser exacto). Recuerdo que me mostró su habitación como yo si nunca hubiera estado allí; quizás intuyó que así era como me sentía, porque hacía tanto tiempo que no iba de visita. Me enseñó sus pósteres, escondió bajo las sábanas un par de peluches y abrió el armario para que admirase las cosas que le habían regalado por navidad…, pero me distrajo el libro que escondía allí, entre los demás regalos, y que yo encuaderné en el último momento con un canutillo en espiral. Seguí espiándola con su permiso tácito para hacerlo: en la pared de su habitación, pintada de rosa, descubrí un grafiti hecho a lápiz en recuerdo a Rosa Grimm, y encontré la misma referencia en la última página de su cuaderno de Matemáticas. Me hizo tan feliz con unos pocos garabatos, que me sentí ridículo de haber necesitado cientos de páginas para decirle cuánto la quiero.
Han
pasado varios años desde entonces, y es evidente que no he escarmentado. A
pesar de tener un final concluyente e inapelable, me he embarcado en la escritura
de la secuela de El Blues del Hada Azul…, aunque mis esfuerzos recientes han estado en
corregir este primer episodio de la saga de Heliópolis para que
otras personas (menos permisivas con mis errores) también puedan leerlo: todos
aquellos que maduraron antes que los demás niños de su edad, así como los
adultos que siguen siendo jóvenes de espíritu. Me rodean unos cuantos
especímenes de esas características, y a ellos debo la oportunidad y necesidad
de compartir esta novela…
Las
siguientes personas, asociaciones y empresas hicieron posible la creación y
publicación de El Blues del Hada Azul, pues inspiraron los hechos narrados en el libro,
ayudaron en su corrección o me dieron un inestimable apoyo económico,
sentimental y moral a lo largo de estos años. Todas ellas son Galileo Campanella, y la autoría de
este libro les pertenece..., así como el agradecimiento perpetuo de quien
asumió la tarea de escribirlo.
A Génesis
Liévano, José Miguel Delgado, Teresa Cos, Ismarú Rodríguez, Italia Della Sala,
Francisco Liévano, Gustavo Liévano y Guillermo Cruz; a Diego Manuel Béjar y
Amparo Santiago, de la editorial Stonewall; a Laura Delgado, Verónica Delgado,
Gemma Delgado, Verónica Sanz, José Delgado, Paula González, Eric Santos, Alba
Navío, Claudia Cos, Andrea Yscadar, Arturo Yscadar y Pedro Yscadar; al dúo
musical Ivanga Blue, formado por Victoria Ika y Bianca Santander; a Sara
Fontsere, Joan Salvadó y mis 8+1 lectores (Tai, Tao, Tarikú, Clara, Marçal,
Joan, Quim, Albert y Lluís); a Antonia Evita Ika, Taiku Tao, Irene Muñoz
(Arhiee) y toda la compañía Siberia Caracas Express; a Rodrigo Cota, Manel
Loureiro y Jorge Fernández; a Noelia Mariani y Cristina Jiménez, de AET
Transexualia; a Gabriel Marzinotto, Alejandro Marzinotto, Jennifer Jiménez,
Jessica Jiménez, Daniel Jiménez, Laura Cos, Jeannette Cos, Graciela Marzinotto,
Víctor González, Carlos González, David Torres, Víctor Santos, Sergio González,
Verónica del Hoyo, Dulce Pérez, Bernardo González, Diego González, Almudena
García, José Luís Serrano, Xavi Llunell, Miguel Ángel López, Nahir Rodríguez,
María Soledad Hernández, Rina Sick, Lourdes Serra, Leddy Omaña, Zhelena Mejías,
Vanessa Pereiro, Margaret Fenwick, Antonio Dyaz, Jorge Ezenarro, Sergio
Sánchez, Marino Garrido, Alejandro López, Juan Pardo Vidal, David Deubí, Javier
Tarancón, Nikolay Nazarov, Luis J. del Castillo, José Luis de la Viuda,
Humberto Della Sala y al grupo Seven To Run; a Lorena Garrigos, Verónica
Lapiedra, Julián Curtis, Mari Carmen Gómez, Olga Muñoz, Svitlana Pylypets,
Noelia Olmedo, Jerónimo Martín, Yago Rosa Fernández, Carlos Ramírez, José J.
Prado, Isabel Ojea, Ana Blanco, Luisa María Zurutuza y José Manuel Morcillo; a
Laura Pérez, de Happy Day Bakery y a Star Studio 54.
A todos
vosotros:
¡Muchísimas gracias por hacer realidad este sueño!
Es obvio
que a G. la homenajea la mera existencia de este cuento de hadas, pues a ella
está dedicado y para ella fue escrito. Pero prefiero darle las gracias por
enseñarme que se puede ser feliz echando tantísimo de menos a una persona; por
demostrarme que dos hermanos pueden cuidarse mutuamente aunque los separe una
galaxia, y por quererme más de lo que soy capaz de expresar con palabras.
G. Campanella